Para nuestro quinto post sobre la obra de Chris Marker hoy publicamos una auténtica joya del cine documental, 'Sans Soleil' (Sin Sol), realizada por Marker en 1983 y quizás el más renombrado e importante film de ensayo del siglo XX. Se trata de un ensayo, de un montaje complejo y prodigioso que une partes de documentales y de ficción con comentarios filosóficos, con, lo que genera una atmósfera onírica y de ciencia-ficción hipnotizante.
Tres niños en una carretera en Islandia, una tripulación somnolienta a bordo de un ferry, un emú en Île de France, un bello rostro de las islas Bijagos, un cementerio de gatos a las afuera de Tokio, vagabundos en Namidabashi, los habitantes de la Isla de Fogo, Cabo Verde, un carnaval en Bissau... Así inicia el relato una mujer desconocida que lee las cartas remitidas por un operador de cámara, Sandor Krasna, que a través del registro de las imágenes de sus viajes se interroga sobre la memoria y la función del recuerdo, "que no es lo contrario del olvido, sino su opuesto", para conformar, como Sei Shônagon, su particular lista de "cosas que hacen latir el corazón".
Sans Soleil: Planeta Marker (Texto: Rebeldemule.org)
1. La memoria imposible, la memoria demente
En unas de las escasas fotografías de Chris Marker que existen, el esquivo cineasta francés se oculta detrás de una cámara que reposa sobre su hombro: su mano izquierda la ciñe con firmeza, un ojo en el visor y el otro cerrado como si ambas miradas —la orgánica y la mecánica— no pudieran ser al mismo tiempo. Casi podría decirse que Marker dirige su objetivo hacia nosotros —por una vez observadores observados— como si quisiera filmarnos mientras le observamos. Esta doble dirección de la mirada es fundamental para entender la inmensa obra total que es San soleil (1982). Para Marker —pensador, mundonauta, escritor: cineasta— resulta imposible observar el mundo sin que éste nos devuelva la mirada: «La ciudad entera es como una tira de cómic. Es el Planeta Manga. ¿Cómo no reconocer [referido a enormes viñetas de cómic reproducidas en muros y edificios de Tokio] estas caras gigantes con ojos que pesan sobre los lectores de cómics, imágenes mucho más grandes que ellos, mirando a los que las miran»; un mundo donde incluso la televisión nos observa: «Cuanto más se ve la televisión japonesa más se tiene la sensación de ser mirado por ella». En estas dos frases extraídas de Sans Soleil(1) se aprecia el diálogo —bidireccional por propia definición— que se establece entre el observador y la imagen que mira y es mirada, una imagen que, por tanto, hay que entender como entidad consciente y autónoma, reina absoluta del mundo que nos rodea.
Durante la modernidad, la imagen cinematográfica adquirió consciencia (de sí misma y de su propio aparato: la cámara como “religión del cine” de la que habló Renoir[2]) convirtiéndose así en una imagen plenamente intelectual en tanto que reflexiva, una imagen que consciente de su poder comienza a adquirir un marcado componente endógeno y autoreferencial. En la literatura y el cine fantásticos del siglo XX y comienzos del XXI se observa el motivo recurrente de la máquina inteligente que se rebela contra el hombre, su creador, pero ¿qué ocurriría si el verdadero peligro no fueran las máquinas sino las imágenes o, mejor dicho, nuestra absoluta dependencia de ellas? Perdidos en la hiperpoblada floresta icónica, las imágenes determinan no sólo nuestra vida presente sino también nuestros recuerdos, para muchos el tesoro más preciado... o como se nos dice en San soleil: «Recuerdo aquel mes de enero en Tokio o, más bien, recuerdo las imágenes que filmé del mes de enero en Tokio. Se han sustituido a sí mismas en mi memoria. Ellas son mi memoria». Y es precisamente la memoria el tema central sobre el que gira gran parte del cine moderno, traumatizado por una Segunda Guerra Mundial que en cierto modo había constatado la imposibilidad de la memoria al repetir —y amplificar— lo ocurrido en la Gran Guerra. Para Marker el olvido es ley de Historia: «Así es como avanza la Historia, taponando su memoria de la misma forma que uno tapona sus oídos».
Sans soleil es la vieja caja de recuerdos que guardamos debajo de la cama o en el último estante del armario, repleta de notas, apuntes e imágenes y que inesperadamente alguien descubre y curiosea con avidez. Ese alguien somos nosotros, espectadores, que levantamos su tapa para descubrir que está repleta de cicatrices. En La Jetée (1962), el Narrador-Marker dijo: «Nada diferencia los recuerdos de los momentos corrientes. Sólo más adelante reclaman su memoria. Por sus cicatrices»; veinte años después —como si ejecutáramos uno de los saltos temporales que sufre su protagonista— aquella frase adquiere pleno sentido en Sans soleil: «¿Quién ha dicho que el tiempo cura todas las heridas? Sería mejor decir que el tiempo cura todo menos las heridas. Con el tiempo, el dolor de la separación pierde sus límites reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado pronto desaparecerá, y si el cuerpo que desea ha dejado ya de existir para el otro, entonces, lo que queda es una herida… sin cuerpo». Las cicatrices son lo único que queda de esas heridas sin cuerpo llamadas recuerdos y se convierten en imborrable constatación de la imposibilidad de la memoria, aquella a la que Marker denomina «la memoria imposible, la memoria demente».
2. Planeta Marker
Estamos demasiado acostumbrados a encontrar películas que no llegan a ser Cine; y no me refiero a la pérdida de apariencia “cinematográfica” sino a la perversión de lo que significa (o debería significar) hacer Cine. De uno u otro modo, todos los grandes cineastas se han hecho esta pregunta en alguna ocasión; y algunos de ellos han hallado la respuesta en forma de grandes películas. Sans soleil es una de ellas: diario poético, cuaderno de viajes, ensayo filosófico, experimento narrativo, documental de creación, revisitación cinematográfica del venerable y olvidado género epistolar… Sans Soleil es Cine de amplio vuelo, complejo y fértil, que no despliega sus secretos ni expone desvergonzadamente sus mecanismos narrativos o formales.
En ella, fondo y forma convergen en una batería de sugerencias, preguntas y reflexiones sobre el mundo, la Historia y la memoria tan sólo equiparable al armamento de un Godard en plena forma. Durante toda la proyección no me pude quitar de la cabeza que Godard tenía que haber visto y absorbido la película de Marker —y no porque a Godard, que exuda Cine, necesite referentes a estas alturas— y pensaba, por ejemplo, en la espléndida Elogio del amor (Éloge de l’amour. 2001). Jonathan Rosenbaum va más allá y establece una comparación directa: «Mientras la brillantez de Marker como pensador y cineasta ha sido en buena parte (e injustamente) eclipsada por la de Godard, cabe la posibilidad de que no haya un filme en toda la obra de Godard con tanto que decir sobre el estado del mundo, ni que con la inteligencia y belleza del discurso altamente original de Marker deje un sabor de boca tan profundo»(3).
Sans soleil es la vieja caja de recuerdos que guardamos debajo de la cama o en el último estante del armario, repleta de notas, apuntes e imágenes y que inesperadamente alguien descubre y curiosea con avidez. Ese alguien somos nosotros, espectadores, que levantamos su tapa para descubrir que está repleta de cicatrices. En La Jetée (1962), el Narrador-Marker dijo: «Nada diferencia los recuerdos de los momentos corrientes. Sólo más adelante reclaman su memoria. Por sus cicatrices»; veinte años después —como si ejecutáramos uno de los saltos temporales que sufre su protagonista— aquella frase adquiere pleno sentido en Sans soleil: «¿Quién ha dicho que el tiempo cura todas las heridas? Sería mejor decir que el tiempo cura todo menos las heridas. Con el tiempo, el dolor de la separación pierde sus límites reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado pronto desaparecerá, y si el cuerpo que desea ha dejado ya de existir para el otro, entonces, lo que queda es una herida… sin cuerpo». Las cicatrices son lo único que queda de esas heridas sin cuerpo llamadas recuerdos y se convierten en imborrable constatación de la imposibilidad de la memoria, aquella a la que Marker denomina «la memoria imposible, la memoria demente».
2. Planeta Marker
Estamos demasiado acostumbrados a encontrar películas que no llegan a ser Cine; y no me refiero a la pérdida de apariencia “cinematográfica” sino a la perversión de lo que significa (o debería significar) hacer Cine. De uno u otro modo, todos los grandes cineastas se han hecho esta pregunta en alguna ocasión; y algunos de ellos han hallado la respuesta en forma de grandes películas. Sans soleil es una de ellas: diario poético, cuaderno de viajes, ensayo filosófico, experimento narrativo, documental de creación, revisitación cinematográfica del venerable y olvidado género epistolar… Sans Soleil es Cine de amplio vuelo, complejo y fértil, que no despliega sus secretos ni expone desvergonzadamente sus mecanismos narrativos o formales.
En ella, fondo y forma convergen en una batería de sugerencias, preguntas y reflexiones sobre el mundo, la Historia y la memoria tan sólo equiparable al armamento de un Godard en plena forma. Durante toda la proyección no me pude quitar de la cabeza que Godard tenía que haber visto y absorbido la película de Marker —y no porque a Godard, que exuda Cine, necesite referentes a estas alturas— y pensaba, por ejemplo, en la espléndida Elogio del amor (Éloge de l’amour. 2001). Jonathan Rosenbaum va más allá y establece una comparación directa: «Mientras la brillantez de Marker como pensador y cineasta ha sido en buena parte (e injustamente) eclipsada por la de Godard, cabe la posibilidad de que no haya un filme en toda la obra de Godard con tanto que decir sobre el estado del mundo, ni que con la inteligencia y belleza del discurso altamente original de Marker deje un sabor de boca tan profundo»(3).
La narración de Sans soleil reposa en unas cartas enviadas por el viajero y cameraman Sandor Krasna (cuyo nombre se nos oculta hasta los créditos finales) a una narradora (igualmente anónima) que las lee con hermosa voz y y nos hace partícipes de las reflexiones que le provocan; una voz que durante los créditos descubriremos que pertenece a Florence Delay, la protagonista de Procès de Jeanne d'Arc (Robert Bresson, 1962). Pero ¿es la narradora quien está recibiendo realmente las cartas, es decir, es un personaje interno o se limita a leerlas extradiegéticamente? ¿Es Marker, entonces, el receptor? Durante todo el metraje no se nos aclara que la narradora y Marker sean personas diferentes, de igual modo que tampoco sabemos quién es la persona que escribe y envía las cartas (ese “él” de la coletilla que usa constantemente la narradora «Él me escribió…») no sea el propio Marker.
El viajero se centra especialmente en Tokio, pero también visita o rememora Islandia, Guinea-Bissau, París o San Francisco (rastreando las localizaciones de Vertigo [1958] de Hitchcock, otro filme construido sobre la memoria) y supuestamente cumple con la doble función de enviar las cartas a la narradora y proporcionar las imágenes que Marker incorpora a Sans soleil. Algunos intérpretes han señalado que la tensión dramática del filme sólo puede ser solventada con éxito si se asume que el viajero que actúa de remitente y el receptor-narrador son la misma persona, por ejemplo el propio Marker(4). De hecho, en determinados momentos la narración parece recaer en el cineasta francés aunque tampoco se revela de manera explícita. Como cuando Marker/Krasna visita a Hayao Yamaneko, otra persona real y videoartista que manipula imágenes para él con un sintetizador que llama “La zona” como homenaje a Stalker (1979) de Tarkovsky. O eso se nos hace creer pues Yamaneko, al igual que el viajero y la narradora, nunca aparece en imagen, tan sólo lo hacen las imágenes que modifica y su maquina.
Esta extraña y apasionante mezcla de personas reales que actúan como personajes de ficción y de viajes e imágenes de archivo que cumplen su función drámatica en la ficción es, no nos engañemos, tan compleja como parece y ha dado pie a las más diversas interpretaciones (tan exhaustivas como la realizada por Wolfgang Ball[5]); pero tan denso entramado parece fluir libremente y de maneral natural en manos de su superdotado creador, auténtico —y valga el tópico— demiurgo del Planeta Marker: «Desde luego nunca haré esa película. Por lo tanto, estoy coleccionando los emplazamientos, inventando la trama, incluyendo a mis criaturas favoritas. Hasta le he dado un título, el mismo que esas canciones de Mussorgsky: Sans soleil».
El viajero se centra especialmente en Tokio, pero también visita o rememora Islandia, Guinea-Bissau, París o San Francisco (rastreando las localizaciones de Vertigo [1958] de Hitchcock, otro filme construido sobre la memoria) y supuestamente cumple con la doble función de enviar las cartas a la narradora y proporcionar las imágenes que Marker incorpora a Sans soleil. Algunos intérpretes han señalado que la tensión dramática del filme sólo puede ser solventada con éxito si se asume que el viajero que actúa de remitente y el receptor-narrador son la misma persona, por ejemplo el propio Marker(4). De hecho, en determinados momentos la narración parece recaer en el cineasta francés aunque tampoco se revela de manera explícita. Como cuando Marker/Krasna visita a Hayao Yamaneko, otra persona real y videoartista que manipula imágenes para él con un sintetizador que llama “La zona” como homenaje a Stalker (1979) de Tarkovsky. O eso se nos hace creer pues Yamaneko, al igual que el viajero y la narradora, nunca aparece en imagen, tan sólo lo hacen las imágenes que modifica y su maquina.
Esta extraña y apasionante mezcla de personas reales que actúan como personajes de ficción y de viajes e imágenes de archivo que cumplen su función drámatica en la ficción es, no nos engañemos, tan compleja como parece y ha dado pie a las más diversas interpretaciones (tan exhaustivas como la realizada por Wolfgang Ball[5]); pero tan denso entramado parece fluir libremente y de maneral natural en manos de su superdotado creador, auténtico —y valga el tópico— demiurgo del Planeta Marker: «Desde luego nunca haré esa película. Por lo tanto, estoy coleccionando los emplazamientos, inventando la trama, incluyendo a mis criaturas favoritas. Hasta le he dado un título, el mismo que esas canciones de Mussorgsky: Sans soleil».
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