El tenis es un deporte de espasmos. Tan sometido a desequilibrios internos que cualquier desajuste en un golpeo provoca la derrota en un partido, la caída en desgracia en la clasificación o, directamente, la retirada y una vida de penitencia. A veces uno tira la raqueta al suelo, la rompe y al recogerla recoge su vida. También puede aburrir. Esto no suele confesarse, pero paradójicamente en ese deporte de sobresaltos hay una rutina tan formidable, una mecánica tan exigente, que a veces uno se desenamora de la raqueta o la asocia, como le ocurría a André Agassi, a un infierno y una vida de privaciones: golpea la pelota como si golpease al padre. Además comparte con el resto de deportes, individuales y colectivos, una característica que puede pasar inadvertida, pero que conviene recordar: se pierde casi siempre.
¿Por qué seguir? Pregunta y respuesta fueron planteadas en la pista central de Roland Garros. Por el mismo tenista de siempre, el caníbal de la tierra batida que no sólo ganó París, ni sólo lo hizo por décima vez, sino que mantuvo a los 31 años una marca extraterrestre: dos derrotas en toda su vida en la tierra prometida. Así que en el tenis no se pierde casi siempre: no Nadal y no en arcilla. Al ataque, con palos como el que arrodilló a Wawrinka en el 4-2 del segundo set, un golpe plano que sacó de la infancia, cuando se ejecuta todo lo que se sueña, o a la defensiva, erosionando a sus rivales hasta convertirlos en una montaña de polvo.
¿Por qué seguir? Pregunta y respuesta fueron planteadas en la pista central de Roland Garros. Por el mismo tenista de siempre, el caníbal de la tierra batida que no sólo ganó París, ni sólo lo hizo por décima vez, sino que mantuvo a los 31 años una marca extraterrestre: dos derrotas en toda su vida en la tierra prometida. Así que en el tenis no se pierde casi siempre: no Nadal y no en arcilla. Al ataque, con palos como el que arrodilló a Wawrinka en el 4-2 del segundo set, un golpe plano que sacó de la infancia, cuando se ejecuta todo lo que se sueña, o a la defensiva, erosionando a sus rivales hasta convertirlos en una montaña de polvo.
Que es humano lo confirman sus lesiones, meses de zozobra y la caída en el ranking. Lo que le distingue de otros humanos no es que él haya regresado de un lugar del cual es imposible volver, sino que lo haya hecho mejor que antes. Que haya quebrado de una forma tan escandalosa la normalidad de una carrera que lo levantó a la cima a los 19 años y lo ha depositado en el mismo lugar 12 años después, cuando se habían empezado a encargar las coronas de flores más fastuosas y se repetía la cantinela del "mejor deportista español de la historia" como si hubiesen pasado veinte años de su retirada. El tenis no era eso antes que él y Roger Federer.
Si la reinvención de Nadal tenía un problema, está solucionado. Cuando caes después de ganarlo todo, solo merece la pena volver a subir por las vistas. Pero en Francia demostró que está para cualquier cosa menos para mirar el paisaje: el paisaje es él. Nunca había arrasado así un torneo de Grand Slam. Quemó a Wawrinka, hizo arder la pista bajo un rosario de golpes que sonaban como clavos en la madera de los que le querían enterrar, y su sombra se volvió a levantar en el skyline de París con la misma familiaridad que la Torre Eiffel, el mismo hierro, los mismos años.
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