Trump acaba de otorgarle a Israel un título de propiedad sobre la totalidad de la ciudad de Jerusalén casi tan valioso como el que los judíos religiosos afirman que está escrito en la Biblia. Su decisión causa un inmerecido dolor al pueblo palestino, añade gasolina a los incendios de Oriente Próximo y, por supuesto, viola el criterio internacional hasta ahora mayoritario. Desde 1947 la comunidad internacional contemplaba a Jerusalén como un caso especial, un corpus separatum, resoluble tan solo con fórmulas originales. En un primer momento, un estatuto de ciudad internacional; luego, su posible condición de capital de dos Estados, el existente Estado israelí y el jamás nacido Estado palestino. Por eso los países que sostenían relaciones con Israel establecían sus embajadas en Tel Aviv.
Quizá el único mérito que a veces tienen las decisiones de Trump es que dejan las cosas cruelmente claras. Su diktat sobre Jerusalén termina de un plumazo con tres quimeras que venían prolongándose demasiado tiempo. Una, la de una posible neutralidad de Estados Unidos en el conflicto israelo-palestino. Otra, la de la vigencia de un proceso de paz fallecido cuando un extremista israelí asesinó a Rabin en 1995. La tercera, la de la viabilidad de un Estado palestino en los bantustanes que le quedan a este pueblo en Tierra Santa.
Israel ha ganado. Por goleada y sin que nadie le chiste. De iure o de facto, es dueño de todo el territorio del Antiguo Mandato Británico en Palestina. Los palestinos –musulmanes y cristianos- que allí siguen viviendo lo hacen en una especie de reservas indígenas, cercadas por todas partes. Con Jerusalén ocurre lo mismo: desde que conquistara su mitad oriental en la guerra de 1967, Israel ha ido extendiendo y profundizando su control sobre toda la ciudad y todos sus suburbios, convirtiendo en guetos a sus tradicionales barrios árabes.
Israel ha ganado. Por goleada y sin que nadie le chiste. De iure o de facto, es dueño de todo el territorio del Antiguo Mandato Británico en Palestina. Los palestinos –musulmanes y cristianos- que allí siguen viviendo lo hacen en una especie de reservas indígenas, cercadas por todas partes. Con Jerusalén ocurre lo mismo: desde que conquistara su mitad oriental en la guerra de 1967, Israel ha ido extendiendo y profundizando su control sobre toda la ciudad y todos sus suburbios, convirtiendo en guetos a sus tradicionales barrios árabes.
No existe la menor posibilidad de construir un Estado viable en el puzle compuesto por la franja de Gaza y las reservas palestinas de Cirsjordania. Basta con mirar un mapa para darse cuenta. Y sin embargo, la diplomacia europea ha vivido los últimos lustros haciendo como que seguían siendo posibles tanto la fórmula de los dos Estados como el sueño de un Jerusalén que fuera capital de uno y otro. Ese marear la perdiz les resultaba lo más cómodo.
No estoy diciendo que la solución de los dos Estados con Jerusalén como capital compartida no fuera la única razonable; los que hayan seguido mis andanzas por Oriente Próximo desde los años 1980 sabrán que la apoyaba con mi corazón y mi cerebro. Lo que estoy diciendo es que la persistente colonización israelí de Jerusalén oriental y de las mejores parcelas de Cisjordania ha terminado por hacerla físicamente imposible.
Así que afrontemos la realidad, aunque sea obligados por la brutalidad de Trump. Y la realidad es que solo hay un Estado en Tierra Santa, el israelí, y que ese Estado es dueño y señor de todo Jerusalén. Ahora bien, ¿qué ocurre con los palestinos que allí viven? ¿Van a seguir siendo parias en una tierra que durante siglos, si no milenios –palestino viene de filisteo-, también fue suya? ¿No se asemeja esta situación a la de los negros en la Sudáfrica del apartheid? ¿No piensa la comunidad internacional exigirle a Israel que conceda la plenitud de derechos civiles, incluido el voto, a los árabes de los territorios conquistados en 1967 y que, medio siglo después, siguen sujetos a su gobierno?
Quizá el de Trump termine siendo un regalo envenado para Israel. Porque, como ya intuyó Edward Said, el conflicto de Tierra Santa está dejando de ser uno entre dos aspiraciones nacionales en un mismo espacio para pasar a ser el de una minoría oprimida en ese espacio. Y esto último solo tiene una solución civilizada: la que sellaron De Klerk y Mandela para Sudáfrica, la igualdad que a Israel le pone los pelos de punta.
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