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Vocabulario Fundamental. Animales (55) Los animales en la Segunda Guerra Mundial



En este verano en el que se ha conmemorado el 80 aniversario del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, la gran contienda bélica del pasado siglo, un conflicto épico que cambió el mundo en que vivimos, nada se ha dicho de los animales que de forma masiva en ella participaron, en todos los frentes y para todos los contendientes, esclavizados al servicio de los hombres.

A pesar de los avances en la mecanización respecto a la primera gran guerra del siglo los animales volvieron a ser esenciales para el esfuerzo de guerra de todos los contendientes. Obligados a realizar las peores tareas y en las peores condiciones, reventando por el esfuerzo o por los proyectiles, millones de caballos, de mulas, de perros, de primates y muchas otras especies se dejaron la salud y la vida en el infierno bélico creado por los hombres, por no hablar de la infinidad de animales salvajes que fueron inmolados junto a su habitats naturales en la pocas veces descrita destrucción de la Naturaleza en las guerras.

Por todo ello en este blog queremos rendirles nuestro pequeño homenaje con este documental (divido en dos partes seguidas) dirigido en este 2019 por Jean-Christophe Rosé, que recorre los distintos frentes para mostrarnos su enorme contribución en este conflicto, a su pesar, claro. 


Estupor y Temblores (65) Europa 1945: la venganza de los vencedores, la paz salvaje

Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, la gente de la Europa liberada celebró su libertad de la tiranía nazi. Pero para millones de alemanes, el final del conflicto abrió un capítulo terrible en una de las mayores limpiezas étnicas de la historia europea. Sufrieron una tremenda violencia, especialmente aquellos alemanes que habían vivido pacíficamente durante siglos en los países vecinos. Dirigido en 2015 por el británico Peter Molley, 'La paz salvaje' (The savage peace) usa archivos de películas nunca vistos y testimonios de los testigos oculares para narrar una historia desgarradora de violencia contra civiles alemanes, que a veces eran un espejo de algunas de las peores crueldades de los ocupantes nazis durante los años de la guerra. Esta historia hasta ahora no había sido contada, 70 años después de que ocurriese. Como reconoció el escritor George Orwell "el trato a los alemanes derrotados fue un terrible crimen que ha quedado impune".

Debajo del documental hemos añadido una entrevista de Jacinto Antón a Keith Lowe, autor del muy recomendable libro 'Continente salvaje', un impactante texto que recorre la geografía de deportaciones, violaciones, pogroms, ejecuciones sumarias y represalias de todo tipo que no sólo hubo sobre los alemanes sino también sobre otras minorías o etnias en lugares como Prusia Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Ucrania, Rumania etc Era un continente sin instituciones, sin ley ni orden ni fronteras ni moralidad, ni propiedad privada, en el que sólo la supervivencia y la venganza de los vencedores prevaleció, extendiéndose durante cinco largos años de conflictos de posguerra. De aquellos espantos nació la Europa moderna aunque, afortunadamente, el paso del tiempo fue disipando el odio para dar paso a la unidad y la solidaridad entre los pueblos que, al menos en teoría, es la Unión Europea de hoy. 



Callaron las armas y fue un infierno

Keith Lowe describe en ‘Continente salvaje’ el horror en Europa tras la II Guerra Mundial


Bajó el telón de la II Guerra Mundial, pero los cuatro jinetes del apocalipsis no dejaron de galopar. En Europa, en un mundo devastado por cinco años de contienda, la gente se las prometía muy felices al firmarse la paz y sin embargo lo que siguió fue un espanto. En un continente devuelto a una condición casi medieval, inmerso en un completo caos, con destrucciones sin cuento, las instituciones colapsadas y la sed de venganza a la orden del día, el desastre humano y moral era absoluto. 

A mostrar ese siniestro panorama que fue el envenenado legado de la contienda ha dedicado Keith Lowe (Londres, 1970), uno de los más destacados de la nueva generación de historiadores británicos, su libro Continente salvaje, Europa después de la Segunda Guerra Mundial(Galaxia Gutenberg), un libro que se lee con el corazón en un puño especialmente ante la suma de nuevos horrores y vejaciones que tuvieron que aguantar los supervivientes en una cruel nueva vuelta de tuerca de la historia sobre sus víctimas.

¿Fue peor la posguerra que la guerra? “No llegaría yo tan lejos como a afirmar eso”, responde Lowe. “En algunas áreas quizá, aunque en general no. Pero mientras en algunos lugares el fin de la guerra se celebraba con fiestas, en otros continuaba la violencia, e incluso eran parte de las celebraciones la muerte y la vergüenza de otros. Cientos de miles de personas fueron asesinadas o se las dejó morir después de la guerra”. El historiador recalca que es una falsa idea la de que en 1945 todo volvió a la normalidad. “Hizo falta una transición que estuvo llena en muchos sitios, cuanto más al Este peor, de injusticias, atropellos y crueldad, fue una época sin ley”.

Refugiados de la II Guerra Mundial

El libro muestra que las democracias podían ser muy vengativas. “No tanto como los regímenes totalitarios pero sí, la venganza forma parte de la naturaleza humana, es algo innato y difícil de controlar, y hubo una gran ola de venganza en toda Europa”. Continente salvaje presenta casos —menos conocidos que los de las acusadas de colaboracionismo en Francia rapadas (¡20.000!)— como el de las mujeres y niños marginados y privados de derechos en Noruega, las primeras por ser parejas de soldados alemanes y los segundos por ser el fruto de esas uniones. Lowe explica que el 10 % de las noruegas de entre 15 y 30 años tuvieron novios alemanes durante la guerra. Se tachaba a esas mujeres de traidoras a la nación, aunque ellas y otras en su mismo caso en otros países de Europa consideraban sus relaciones un asunto privado, como la actriz francesa Arletty que, cuenta el historiador, durante su juicio en París por su affaire con un oficial alemán exclamó: “Mi corazón pertenece a Francia, pero mi vagina es mía”.

En cuanto a los niños, Lowe apunta que los soldados alemanes engendraron entre uno y dos millones en la Europa ocupada. En 1945 un diario noruego consideraba a los del país escandinavo “una minoría bastarda peligrosa” susceptible de convertirse en el futuro en “una quinta columna entre la población noruega pura”.

Lo que ocurrió con los judíos fue terrible. “Sobre todo porque tenemos la idea de que el Holocausto generó una gran empatía con los judíos tras la guerra y ese no fue el caso. En muchos lugares se reavivó el antisemitismo. Los judíos supervivientes volvían a sus casas sin nada y tuvieron que luchar para recuperar sus propiedades. En ese conflicto, no hubo compasión con las víctimas". Lowe recoge casos como los de la judía holandesa superviviente de los campos a la que un conocido la recibió diciendo: "Tienes suerte de no haber estado aquí, ¡no sabes el hambre que hemos pasado!". 


En Hungría, Eslovaquia y Polonia hubo verdaderos pogromos. Al menos 500 judíos fueron asesinados en Polonia entre la rendición alemana y el verano de 1946”. Una de las tragedias que sobrevino con la paz fue la de la deportación forzosa de poblaciones desplazadas a lugares en los que les aguardaban duros castigos. “Los británicos y estadounidenses entregamos a los soviéticos a millares de refugiados y prisioneros de guerra procedentes de Europa oriental, como 70.000 cosacos y al ejército de Vlasov, sabiendo que les esperaba en muchos casos la muerte (los que caían en manos del Ejército Rojo tenían 90 veces más probabilidades de morir que los que apresaban los aliados occidentales)”.

A Lowe le cuesta decir qué es lo que le conmueve más de todos los dramas de su libro. "Pero con lo que tengo pesadillas es con lo que se hizo a los civiles alemanes en los campos de prisioneros. Algunos guardias trataron de imitar lo que habían hechos los nazis en nombre de la venganza. No digo que algunos alemanes no merecieran castigo pero eso no es excusa para la brutalidad que se ejerció sobre ellos, lo que les hicieron”. Lowe, que inauguró en Barcelona el proyecto Espacio de Humanidades. Mediterráneo y Europa, en el Palau Macaya de la Obra Social La Caixa, está de acuerdo en la comparación de la Europa de 1945 con la de la Guerra de los Treinta Años. “Todas las estructuras de la sociedad cayeron, las cosechas se perdieron, incluso las que pudieron recogerse no había manera de transportarlas, todo estaba destruido: el hambre fue peor que durante la guerra”.

Había huérfanos por todas partes, señala el historiador, cientos de miles sino millones que se habían quedado sobre todo sin padre. Y muchos niños perdidos; 35.000 solo en Berlín en verano del 45. "Los niños eran el futuro para construir una nueva sociedad pero muchos estaban profundamente traumatizados. Hay muchos testimonios de niños a los que aterrorizaba la simple visión de un hombre en uniforme. Toda una generación se quedó sin referentes masculinos, con los padres muertos o prisioneros durante largos años". Muchos pueblos se quedaron sin hombres, lo que tuvo un efecto traumático en toda una generación de mujeres. "Los hombres se convirtieron en un bien muy preciado". En la URSS había al final de la guerra 13 millones más de mujeres que de hombres.

Para el historiador lo más importante es que la nueva Europa, la nuestra, se forjó en medio de "esa época violenta y vengativa", y fue entonces cuando "muchas de nuestras aspiraciones, de nuestros prejuicios y rencores cobraron forma”.


In Memoriam, Neus Català

Un texto de Toni Álvaro y otro de Jacinto Antón (ambos autores muy recomendables) además de un reportaje de La2 nos ayudan a recordar y despedir a la también catalana Neus Catalá i Pallejá, una eterna luchadora que supo resistir y sobrevivir en las peores de las circunstancias que puede sufrir un ser humano, no sólo en los años que pasó en campos de trabajo y exterminio alemanes, particularmente Ravensbrück, donde intentaron suplantar, inutilmente, su identidad pétrea por un número 50446

Activista infatigable, luchó por los derechos de las mujeres, luchó por la República española, luchó en la Resistencia francesa, luchó por sus compañeros y por sobrevivir en los campos, donde se dedicó a sabotear maquinarias e inutilizar las municiones que se veían obligadas a fabricar, pero después de la guerra aún siguió luchando, para que no se olvidara lo que había pasado, para preservar la memoria de aquel horror. Una mujer formidable que se vengó de quienes quisieron acabar con ella viviendo 103 años, lúcida y digna hasta el final. Descansi en pau, Neus Catalá. 

Neus Catalá  (Toni Álvaro - Facebook)

Un grupo de 80 mujeres viajan hacinadas en un vagón que habitualmente transportaba a 4 caballos. Forman parte de un convoy con un millar de mujeres de distintas nacionalidades transportadas en las mismas condiciones. El tren se detiene. Una de las mujeres, menuda, decide abrir una de las minúsculas ventanas del vagón. Frente a ella ve otro tren, atestado de hombres que viajan en las mismas condiciones. Reconoce un rostro. Es su marido. Se miran, gritan sus nombres mientras el convoy de los hombres arranca. Es la última vez que se verán. Él morirá de extenuación en el campo de Bergen-Belsen, poco después de ser liberado.

El convoy de las mujeres finalizará su recorrido en Ravensbrück, de madrugada, a 22ºC bajo cero. Las mujeres son apeadas a golpes, insultos, culatazos, mientras los guardias azuzan a los perros. Las mujeres serán rapadas, desinfectadas, humilladas. Les dan un traje a rayas azules y calzado hecho con lona de camión grapada a una suela de madera. La mujer menuda que abrió la ventana del vagón intenta andar y mantener el equilibrio dentro de sus zapatos enormes, seis números más que su pie. Andando arriba y abajo por el barracón para habituarse al nuevo calzado realiza un bellísimo acto de resistencia: empieza a imitar los andares de Charlot, sus gestos. Las prisioneras del barracón prorrumpen en carcajadas y aplausos. La risa es una afirmación de la vida y una victoria sobre el horror.

La mujer menuda, Pulga la llamaban en la Resistencia, es Neus Català i Pallejà. Ganó una huelga con 14 años, consiguiendo equiparar salarios de hombres y mujeres; defendió la II República desde sus convicciones comunistas; pasó la frontera francesa a pie con 182 niños y niñas a su cuidado; ingresó en la Resistencia en funciones de enlace, llevando mensajes escondidos en su pelo y acogiendo maquis en su casa. Detenida por los alemanes y torturada en la prisión de Limoges sin delatar a nadie, será deportada a Ravensbrück primero y a Holleischen después, siempre bajo un cielo de plomo al que sobrevivirá.

Una mañana, terminada ya la II Guerra Mundial, Neus Català volvió a ponerse el traje a rayas de prisionera y fue a fotografiarse. Era una manera de constatar su renuncia al olvido, el firme compromiso a mantener encendido el recuerdo de todas aquellas mujeres masacradas en Ravensbrück.

Las olvidadas de los olvidados, republicanas españolas, mujeres de 40 nacionalidades gaseadas, muertas a palos, fusiladas, electrocutadas, esclavas de las grandes empresas alemanas (Mercedes Benz, Krupp, Siemens, IG Farbe...), madres de niños y niñas quemados vivos en los hornos crematorios, jóvenes polacas sometidas a atroces experimentos por el doctor Karl Gebhardt, presidente de la Cruz Roja alemana. Todas ellas, los nombres de las 92.000 mujeres asesinadas en Ravensbrück, a las que quisieron convertir en número y estadística, han vivido en la memoria de Neus Català. Ahora Neus Català debe vivir en la nuestra, solo la memoria nos salva del exterminio al que quieren condenarnos


La paloma de Ravensbrück


Con Neus Català aprendías lo que era la vida de verdad. Su mirada, ahora que se ha apagado, nos hacía más falta que nunca


Frente a los negros cuervos de Ravensbrück Neus Català alzó las alas de la humanidad y la esperanza. También las de la memoria. Sobrevivió al campo de concentración —“era también de exterminio”, sostenía siempre ella, y a ver quién se lo iba a negar si había estado allí y tenía ese carácter que cualquiera le llevaba la contraria—, y lo hizo sin perder la fe en la gente y en que el mundo era mucho más que aquel agujero negro inmundo al que la lanzaron.

Un largo día tuve el privilegio de acompañarla en una de las visitas que hizo al campo, al este de Berlín. La vi estremecerse en los barracones, en la plaza de recuento, junto al lago en el que las SS obligaban a trabajar a las deportadas hasta la extenuación y la muerte. Y le agarré la mano —más espantado que ella— ante los crematorios. Acabé el recorrido con temblor de piernas y lágrimas en los ojos. Pero Neus no dudó en dar una segunda vuelta por necesidades de un equipo de televisión. “Mi deber es testimoniar lo que pasó aquí”, me dijo antes de regresar a dar otra vuelta al molino del horror. Qué mujer. Recia y valiente. Siempre dispuesta a luchar contra el olvido y contra el regreso de los cuervos como había luchado contra los nazis y contra el hambre, la enfermedad y la agria desesperanza del campo.



No dudó en enfrentarse a Enric Marco, el impostor de Mauthausen, que la temía. Tan pequeña y tan íntegra y corajuda Neus. Hecha de tesón y hierro viejo, de principios y de valores de la mejor especie. No se fabrica ya gente como ella. Una tarde de invierno en su casa hablamos durante horas de su vida. Cómo pasó a Francia tras la Guerra Civil, cómo la detuvo la Gestapo cargada con armas para la Resistencia, los interrogatorios y Ravensbrück. Cayó la noche sin que ella encendiera las luces. Apenas nos veíamos de un lado al otro de la mesa. Y me dijo “te quedarás a cenar”. No era una pregunta. Sacó unas rodajas de fuet, un poco de pan y dos vasos de agua. Y siguió hablando mientras dábamos cuenta del frugal ágape y las presas rebañaban sus cuencos y gemían por media patata o los restos de la sopa aguada de col y tifus.


Con Neus aprendías lo que era la vida de verdad y lo que valía y lo que tenemos en cada mañana de estos tiempos que nos parecen problemáticos. Y a apretar los dientes. Su mirada, ahora que se ha apagado, nos hacía más falta que nunca. Era también poeta. De versos sencillos y directos que recogían el tuétano de su experiencia. Vuela libre vieja amiga, valerosa paloma a la que jamás darán alcance los cuervos de este mundo. Ojalá fuéramos capaces de seguir el ejemplo de tu compromiso y de tu coraje.

Campanadas de la Historia (57) 'El Rey de Canfranc', el Schindler de los Pirineos


Para levantar un poco el ánimo de la amarga e inquietante realidad recurrimos a la vivificante historia del francés Albert Le Lay, quien como jefe de la aduana francesa en la estación de ferrocarril de Canfranc, en el Pirineo oscense, y en colaboraación con la resistencia francesa, salvó la vida de muchas personas que escapaban del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, hasta que le descubrió la Gestapo. Protagonizó entonces una huida rocambolesca escapando a bordo de un barco. Cuando terminó la guerra, rechazó cargos y honores y expresó a su familia el deseo de mantener en silencio sus actividades de esos años. Uno de sus nietos, Víctor Fairén, rompió recientemente aquel pacto y ha contado la hazaña que llevó a cabo su abuelo, un héroe desconocido al que se bautizó en su época como 'el rey de Canfranc'. Ahora José Antonio Blanco y Manuel Priede nos cuentan la historia de este Schindler anónimo en esta película documental que hoy publicamos, de como un individuo valiente utilizó su determinación y talento para salvar a tantos semejantes anónimos. Campanadas de la Historia de solidaridad y humanismo, para recuperar un poco de fe en lo mejor de nuestra especie. 



P.D. La versión que publicamos ahora es la emitida por RTVE y TV3, habiendo sido recortada de su versión original de 80 minutos para dejarla en 53 minutos y aunque hemos buscadoel original, no lo hemos encontrado. Esto es una práctica habitual en nuestras televisiones públicas (que no decir de las privadas) que para cuadrar una escaleta uniforme publican documentales mutilados de 53 minutos máximo, que sumados a otros 7' de anuncios redondean una hora. Esto se hace al precio de dejar fuera muchas escenas que pueden importantes para entender y contextualizar los documentales. Así que desde este blog expresamos nuestro rechazo absoluto a estas sistemáticas podas de la realidad que tanto le gusta hacer a nuestra declinante televisión pública. Esto y lo de doblar los docus, dos lamentables costumbres que esperamos algún día desaparezcan.



'El Rey de Canfranc', el Schindler de los Pirineos

Texto - 09.10.2013 Esteban Ramón

Entre las muchas intrahistorias de la Segunda Guerra Mundial, la del francés Albert Le Lay es una de la más peculiares y emocionantes. Un personaje que parecería casi inverosímil en una ficción. Nacido bretón, hombre de acción inquieto, ocupó el puesto de Jefe de aduana francés en la Estación Internacional de Canfranc durante el período bélico. Y ayudó a que la frontera fuera un coladero de información y de refugiados del nazismo. El rey de Canfranc, documental dirigido por Manuel Priede y José Antonio Blanco, refleja en imágenes su historia. 

“Llega a Canfranc, que no conoce de nada, y se fascina por ese lugar por ese enclave, que es una estación inmensa”, explica José Antonio Blanco. “En la Segunda Guerra Mundial, la estación va a cobrar un papel importantísimo, ya que ese corredor central va a quedar libre, él va a ser el que maneje todo, y se convierte en una persona de confianza de la resistencia francesa: A través de él van a pasar documentos y van a pasar personas”.

El documental arranca con espectaculares planos de la estación. Situada en un angosto valle, la estación tiene 241 metros de longitud, el doble de lo habitual para facilitar el cambio de ancho de vías entre la península y Europa. “Los creadores somos amantes de la naturaleza, la montaña y los Pirineos. Y sobre todo de la estación: nos llama la atención la arquitectura, el enclave que tenía”.

Un hombre clave la resistencia francesa

La publicación en el años 2000 del hallazgo de unos papeles en la estación que revelaban que entre julio de 1942 y diciembre de 1943 pasaron 86 toneladas de oro nazi con destino a España y Portugal fue el detonante. En un artículo en el diario El país aparece el nombre de Albert le Lay y comenzaron a tirar del hilo.

“Su hija al principio era muy recelosa a contar la historia pero nos pone en contacto con su hijo, Víctor Fairén, catedrático de la UNED, que nos abre la puerta a toda la historia”. La historia es la participación de Albert Le Lay en la resistencia francesa y cómo arriesgo su vida y la de su familia permitiendo que Canfranc fuera un agujero para los nazis. Por la frontera escaparon celebridades como Josephine Baker o los pintores Max Ernst y Marc Chagall, además de refugiados que escapaban del horror desde Polonia.

Canfranc hacía frontera con la Francia colaboradora del régimen de Vichy, pero cuando el III Reich se hizo con el control de toda Francia, el riesgo para Albert Le Lay y su familia aumento. “Es una persona que se mueve en una cuerda floja, creo que es la persona ideal porque por una parte tiene que bregar con los alemanes, la Gestapo, sentir el aliento detrás de su nuca día y noche”, destaca el director. “Y por otra parte, puede pasar a toda esa gente. Su sangre fría se demuestra en su huida: dejó a una hija de señuelo, para que pareciera que no pasaba nada. Es una persona que a veces te puede confundir”.

Un héroe humilde

Su huida de Canfranc tiene rasgos de película de aventuras. Llego hasta Argel desde Algeciras, acosado por la policía. Cuando terminó la guerra, su figura fue reconocida en el nuevo orden. “Le dijeron que había sido una pieza fundamental, y que eligiera ministerio. «¿Qué es lo que quieres?» Volver a Canfranc, respondió él. Era una persona superhumilde”, dice Blanco.

El documental incluye una voz ficcionada de Le Lay como narrador, e intercala las imágenes de archivo con alguna recreación de época. “Eso ayuda a introducir al espectador, para que se lo pueda imaginar”. La ingente cantidad de anécdotas que han surgido de la investigación y las entrevistan no caben en el documental de 78 minutos. “Ese valle está blindado, hay búnkers, garitas, muros de contención para los aludes. En la Segunda Guerra Mundial se utilizó como paso de mercancías para todo tipo de materiales que venían de Portugal”, dice Blanco. “Fuimos el granero de los alemanes. Aquí construimos absolutamente todo: aparte de los alimentos, las máscara de gas de los campos de concentración se hacían en Segovia, las botas en Inca, las chaquetas en Madrid”. La estación, en desuso desde el accidente de 1970 que inutilizó un puente, queda como impresionante testimonio de un momento y época trascendentales del siglo XX.

Campanadas de la Historia (55) 'Cautivos en la arena': los últimos exiliados de la República

'Cautivos en la arena' es un documental dirigido por Joan Sella en 2006 en el que aborda la historia pocas veces contada de los últimos españoles que pudieron escapar a las tropas franquistas al acabar la Guerra Civil, las más de tres mil personas que pudieron embarcar en el 'Stanbrook', el último barco que pudo zarpar desde el puerto de Alicante rumbo a Argelia. Sin embargo, sus desdichas no habían hecho más que empezar, pues al desembarcar en Argelia, malvivieron exiliados y serían en su mayoría deportados al desierto del Sahara durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Los hombres fueron llevados a campos de concentración franceses en Argelia y las mujeres a una antigua cárcel, fueron mirados como enemigos y obligados a construir el imposible ferrocarril trans-sahariano como semiesclavos. Afortunadamente la intervención de las tropas aliadas cambió la suerte de algunos de estos españoles republicanos. De los campos de concentración de españoles en el norte de África salieron los soldados de la Nueve, una compañía que se unió a la División Leclerc y cuya increíble historia ya contamos en una de nuestras Campanadas de la Historia, siendo los primeros en entrar en París para liberarla. En fin, un apasionante documental para seguir la azarosa historia de los últimos españoles libres de la Segunda República. No se lo pierdan.



"Cautivos en la arena", un documental sobre la odisea de unos héroes del exilio español

Joan Sella 23.03.2012 / RTVE

Una de las emociones más intensas que he vivido en mis treinta años como reportero fue encontrar las tumbas de cuatro republicanos españoles enterrados en la infinidad del desierto del Sahara. ¿Fue encontrar una aguja en un pajar? A la vista del resultado, no, porque los datos documentales que había obtenido para localizar las sepulturas, antes de iniciar el viaje, eran – o seguían siendo- exactos. Pero eso, de antemano y habiendo pasado casi 70 años desde que acontecieron los hechos que dan pie a este relato, no podía saberse con seguridad absoluta, con lo cual el viaje al Sahara se presentaba como una vertiginosa operación de buscar -ni tan siquiera encontrar- una aguja en un pajar. Pero antes de iniciar la narración de la búsqueda creo interesante contar algunos de los hechos que me llevaron al Sahara en búsqueda de vestigios de republicanos españoles.

Hacia el exilio en Argelia

Tras la capitulación de Madrid (marzo de 1939), el ejército republicano abandonó todos sus frentes y decenas de miles de personas que temían las represalias franquistas no tuvieron otro remedio que intentar abandonar el territorio español echándose al mar porque las fronteras con Francia y Portugal ya estaban cerradas. Alicante era el último puerto de la esperanza y, en menos de 48 horas, llegó allí una multitud desesperada. No había barcos para todo el mundo y el ejército vencedor seguía estrechando el cerco. Salieron algunos barcos hacia Orán, en Argelia, la orilla segura más próxima. Eran barcos patera, en los que "si sacabas un pie del suelo ya no podías volverlo a meter", como recordaba Ignacio López Maroto, uno de los que tuvieron la suerte de poder embarcar.

Llegaron a Orán decenas de miles -familias incluidas- de refugiados, al tiempo que el cuartel general del Generalísimo Franco emitía el último parte militar de la Guerra Civil, el primero de abril de 1939: "Cautivo y desarmado el ejército rojo..." La suerte de los republicanos españoles refugiados en la colonia francesa de Argelia contuvo toda la gama de calificativos que se pueden pronunciar entre lo adverso y lo trágico. Quienes peor lo pasaron fueron quienes fueron obligados a trabajar, por el régimen colaboracionista francés de Pétain, en la construcción del Ferrocarril Transahariano, un proyecto quimérico que pretendía unir el Mediterráneo con el río Níger, cruzando el Sahara de Norte a Sur. Lo del Transahariano -recuerda López Maroto- fue lo más parecido a un campo de exterminio. La disciplina, cruel; el calor derretía hasta los sesos y el trabajo, simplemente, mataba.

A la búsqueda de las tumbas de la memoria

Las tumbas anónimas que salimos a buscar -temiendo desde el principio que el desierto habría devorado- pertenecen a cuatro españoles que fueron ejecutados en un campo de castigo destinado a amansar los esclavos más rebeldes del Transahariano. La existencia de las tumbas, junto a los restos del trazado del ferrocarril, probarían que la barbarie del régimen filonazi francés contra los republicanos españoles había existido.

El único dato que teníamos sobre la existencia de las sepulturas se encuentra en las memorias de un ex-represaliado en el campo de castigo de Hadjerat M'Guil, José Muñoz Congost, que apuntó en 1943 las señas para la localización de las tumbas con el fin que no se perdiera la memoria de las mismas.


Congost dejó escrito que, una vez superado el campo de castigo de Hadjerat (hoy cuartel militar) por la carretera que avanzaba hacia el sur, a unos dos kilómetros a la derecha un desvío conducía hacia un pequeño oasis. Las tumbas se encontraban en lo alto de una colina.

En casi 70 años podían haber pasado muchas cosas, entre ellas que el oasis se hubiera secado y la carretera desaparecido. Pero había que intentar llegar hasta las sepulturas de unos muertos republicanos totalmente olvidados para dar carta de naturaleza al hecho de que habían existido. Encontrarlas sería como si nos hubiera tocado la lotería.

Albaricoques en el desierto

Así que una mañana de primavera el productor Ángel Villoria, el cámara Ramón Pazos, el realizador Miguel Mellado, el técnico de sonido Christian Marín y quien escribe nos lanzamos a buscar las sepulturas en el desierto. Cuando llevábamos 750 km de viaje llegamos a Hadjerat M'Guil y la carretera seguía avanzando hacia el Sur. Congost hablaba de dos kilómetros y a la derecha. Allí aparecía una pista de tierra. Parecía que llegábamos a un oasis. La pista terminaba en una alquería donde dos jóvenes estaban recogiendo albaricoques. Preguntamos por lo que buscábamos. Respondieron que en lo alto de la colina próxima había unas tumbas de judíos. Les pedimos que nos acompañaran en el coche.


Llegamos hasta dos pequeños panteones que no eran de judíos sino de militares coloniales franceses. Todos estábamos muy ansiosos. Ramón comenzó a sacar planos y me pidió que me avanzara para reconocer el terreno. Solo di dos pasos y en la cara posterior de los panteones apareció un cuadrilátero, del tamaño de una habitación doble convencional, cerrado por un murete de piedras en el que aún destacaban los túmulos de las tumbas excavados en la arena del desierto. Habíamos encontrado la aguja en el pajar.

Quisimos agradecer el favor que nos hicieron los agricultores comprando – y pagando Villoria al precio que la ocasión merecía- una ingente cantidad de los albaricoques que habían cosechado aquella misma tarde. El crepúsculo se ceñía entre las dunas, la luz pintaba los contornos de color de albaricoque y yo me llevé a la boca una de las frutas recién cosechadas. No recuerdo haber comido en mi vida un albaricoque más sabroso.

Vocabulario Fundamental. Mujeres (13) La violencia contra las mujeres 3 Las mujeres alemanas tras la guerra



En estos días que se celebran las efemérides del 70º aniversario del final de la segunda guerra mundial en Europa, hemos de recordar que tras la terrible guerra llegó la postguerra y ésta fue también una época muy conflictiva en los países en los que se había combatido (como refleja el magnífico libro 'Continente Salvaje', de Keith Lowe). Fue una época de represalias, delaciones y revanchismos en la que los ejércitos aliados (mayormente los soviéticos pero no sólo ellos) cometieron múltiples crímenes, violaciones y otros abusos de poder sobre la población civil en su ocupación del país que había comenzado la guerra más letal que había conocido la Humanidad. 

Y fue en su capital donde la periodista y fotógrafa Martha Hillers, de 33 años (una de las aproximadamente dos millones de mujeres alemanas que sufrieron esos abusos), decidió escribir 'Eine Frau in Berlin' (Una mujer en Berlin), la crónica de los días en los que las tropas rusas entraron en la ciudad y las mujeres alemanas tuvieron que luchar -y padecer- por su supervivencia. Probablemente esos apuntes íntimos que constituyeron su diario, escritos en un refugio antiaéreo a la luz de las velas, ayudaron a su autora a mantener un vestigio de cordura en un mundo de devastación y crisis de los valores morales. La autora describe la vida de las mujeres y ancianos que subsisten en su bloque de apartamentos ante la llegada de las tropas soviéticas, las violaciones a las que la mayoría de vecinas son sometidas y cómo en su desesperación ante las agresiones decide mantener relaciones con un oficial ruso a cambio de protección, aunque también esta protección también se tornará precaria. 

Publicado en 1959, el libro no fue bien recibido por el público de la época, probablemente porque el pueblo alemán no estuviera listo aún para revivir esa parte dolorosa de su historia. Después de haber sido acusada de dañar el honor de las mujeres alemanas y de propaganda anti- comunista, Marta Hillers rechazó cualquier posterior publicación de su diario y decidió permanecer en el anonimato. Fue sólo después de su muerte a los 90 años, junio de 2001, cuando pudo volver a ser publicado y encontrar el éxito que le corresponde por sus extraordinarios valores morales, históricos y literarios. 

Les ofrecemos también, en una nueva entrega de nuestro ciclo de cine europeo, la película homónima basada bastante fielmente en la novela y dirigida por el alemán Max Färberböck en el año 2008, para aproximarnos a aquella época azarosa y decisiva para el destino de Europa y a aquellas valientes mujeres que ayudaron a reconstruir un mundo en ruinas en el que simplemente decidieron resistir, decidieron seguir vivas.


Ciclo de cine europeo (34) Una mujer en Berlin', de Max Färberböck




Una mujer en Berlín, de Anónima


Texto: Letras Libras Luis Fernando Moreno Claros Enero 2006

Hasta hace apenas una década, en Alemania era un tabú cuestionar abiertamente la cruel y probablemente inútil destrucción de ciudades monumentales como Dresde o Colonia por la aviación aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Oficialmente había que considerar semejantes acciones como males necesarios para liberar del nazismo a la propia Alemania y a Europa, y ello a despecho de los cientos de miles de víctimas civiles que perecieron en los bombardeos y de los cientos de miles que perdieron sus hogares; del mismo modo se justificarían también poco después las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki: fueron necesarias para terminar la guerra con Japón. Hoy se cuestiona si no cabría hablar más bien en ambos casos de "crímenes de guerra".

Pero junto al tabú de los bombardeos aliados y sus nefastas consecuencias para bienes y personas subsiste otro tabú un tanto más difícil de vencer: el espinoso tema de las violaciones masivas de mujeres y niñas alemanas por los soldados del Ejército Rojo durante la denominada "liberación" de Prusia Oriental y la toma de Berlín, en el invierno y la primavera de 1945. Libros como El incendio, del alemán Jörg Friedrich, o Berlín. La caída: 1945, del británico Anthony Beevor (ambos en Editorial Crítica), recientes éxitos de ventas en toda Europa después de su enorme impacto en Alemania, deben su calurosa acogida a que se han atrevido a tratar abiertamente y con mirada histórica tanto el bombardeo de las ciudades alemanas como las proezas sexuales del Ejército Rojo en territorio alemán conquistado, tema este último en el que Beevor hace un necesario hincapié.


En efecto, en la detallada narración de los avances del ejército de Stalin hacia Berlín, el autor de La caída no omite la referencia al miedo cerval de los civiles y, sobre todo, de la población femenina frente a la llegada de los rusos. Aparte de asesinar a cualquier varón que les opusiera la más mínima resistencia, la violación de toda mujer o niña que tenía la desgracia de toparse con ellos era operación obligada para esos guerreros sedientos de algo más que de sangre. Escaso fue el número de mujeres que escapó a las ansias amatorias de los miembros del Ejército Rojo, borrachos como cubas en la mayoría de los casos: los alemanes, en su retirada, les dejaban alcohol a discreción a fin de retardar el avance de un ejército de beodos. Pero las consecuencias del exceso etílico las pagaban las "perras fascistas". 

Beevor no olvida aclarar que el Ejército Rojo tenía una deuda pendiente con la Wehrmacht alemana; los soldados de Hitler incendiaron, saquearon, violaron y asesinaron a conciencia cuando invadieron Rusia, en 1941. Así que el desafuero soviético fue excusado por muchas personas como un lógico acto de venganza. Los comisarios políticos estalinistas explotaron la sed de revancha de los soldados e impartieron consignas de odio que embravecieran a sus tropas: "Matad alemanes, odiad Alemania y todo lo alemán, matad cerdos fascistas", etcétera. Así que, inflamados de odio, los alemanes y las alemanas carecían de valor para ellos: los superhombres se tornaron infrahumanos.

La crueldad de los rusos con los civiles y, principalmente, aquellas violaciones en masa fueron la razón de que los alemanes prefirieran ser vencidos por los americanos o los ingleses antes que caer en manos de los soviéticos. El ejército americano o el inglés —salvo en casos aislados— jamás cayó en semejantes desmanes. Los rusos, en general más primitivos, incultos y abotargados por la ideología estalinista, excesivamente limitados en su visión del mundo, empobrecidos mayoritariamente por el comunismo, reprimidos sexualmente en un Estado que despreciaba el erotismo, se comportaban en la rica y civilizada Alemania como bestias desatadas; en cambio, los soldados de los ejércitos americano y británico, educados en Estados de arraigada tradición democrática, en los que la vida humana —al menos teóricamente— se valoraba por encima de cualquier otro bien, se comportaban con mayor fiabilidad en lo que se refiere al respeto físico del enemigo vencido. Esta es la idea que hoy prevalece entre los más prestigiosos historiadores; pero claro, no hay que olvidar que los americanos e ingleses mataban desde el aire con sus innumerables racimos de bombas incendiarias. De ahí que, como puede leerse en Una mujer en Berlín, el libro objeto de esta reseña, muchas alemanas hubieran acuñado un cáustico lema: "Mejor un ruso en la barriga que un americano en la cabeza"; esto es, mejor pasar por el trauma de la violación y vivir con semejante deshonra que perecer entre las ruinas de la propia casa con toda la familia.


Este extraordinario testimonio, rescatado en Alemania por Hans Magnus Enzesberger para su serie de obras curiosasDie andere Bibliothek (La otra biblioteca), es el diario de una sobreviviente, de una mujer alemana, soltera, de 33 años, culta e inteligente, cosmopolita y curiosa, a la que el destino pilló en la capital del Reich mientras trabajaba en una editorial. Desde el 20 de abril hasta el 22 de junio de 1945 anotó casi a diario sus peripecias y las de sus conocidos y vecinos durante los días que siguieron a la conquista de Berlín por los rusos.  El relato es muy fluido, de enorme intensidad y tensión dramática. Los primeros días, escondidos en el sótano, y luego, ya habitando en sus pisos destrozados, sin luz eléctrica ni agua corriente, un pequeño grupo de berlineses (quedaban aún vivos alrededor de cuatro millones de civiles, escondidos o dispersos entre las ruinas), compuesto por un puñado de atemorizados varones y una decena de mujeres de diversas edades, tiene que soportar la presencia de los vencedores rusos, pesados moscardones que contemplan a toda mujer como botín de guerra.

Según este relato, los soldados soviéticos, ya saciados de sangre, después de intensos meses de desmanes y batallas, no se muestran especialmente agresivos con los cavernícolas civiles a su llegada a un Berlín despanzurrado, pero sí extraordinariamente lascivos en lo que respecta a las alemanas. Además del hambre y la muerte de sus allegados, las mujeres tienen que cargar también con la violación. El "aquí te pillo aquí te violo" —la expresión es de la autora— es algo a lo que se exponen casi en cuanto salen a la luz e incluso por las noches en los pisos de puertas débiles y mal atrancadas; de ahí que la mayor parte de ellas prefiera permanecer escondida en lúgubres nichos o elevadas buhardillas. Aunque hay otras formas de violación más sutiles y la brutalidad del principio va adoptando formas más llevaderas: al cabo de unos días los rusos toman "novias" y se "enamoran" de una mujer concreta a la que convierten en su amante obligada. Ésta gana el favor del enemigo y gracias a ello puede proteger a sus conocidos así como recibir alimentos. Si las elegidas no ceden, ponen en peligro a todos cuantos se refugian junto a ellas.

Finalmente, como la violación resulta ser una especie de plaga colectiva que sólo las afecta a ellas, las mujeres terminan por sobrellevar su desgracia con resignación. Ello las une y las solidariza entre sí y su unidad excluye a los derrotados varones alemanes, impotentes ante la vehemencia de los rusos. De manera que, en semejantes circunstancias, fue el "sexo débil" el que tuvo que transformarse en fuerte: "Una y otra vez voy notando en estos días cómo se transforma mi percepción de los hombres, la percepción que tenemos todas las mujeres en relación con los hombres. Nos dan pena, nos parecen tan pobres, tan débiles, el sexo debilucho".

La autora de Una mujer en Berlín tampoco escapa al destino femenino común. En cuanto llegan los rusos, varios soldados la someten en repetidas ocasiones a "eso" (así se refieren las mujeres a un asunto que al principio tratan con pudor y del que terminarán hablando abiertamente con todo el que pueda escucharlas). Como tiene algunas nociones de ruso —la despabilada joven había viajado también a Rusia por motivos de trabajo— también las aprovecha: así que con sus chapurreos hace de intermediaria entre los vecinos y los vencedores, evita alguno que otro abuso mortal y logra ganarse algo de respeto. También ella se busca un protector, uno que sea fuerte entre la horda y la defienda de las violaciones indiscriminadas. Así que, como tantas mujeres, terminará convertida en presa voluntaria y en botín exclusivo de algunos oficiales que la tratan con menos desprecio del habitual. "Cama por comida" y "cama por protección" fueron tratos comunes entre vencedores y vencidas. Y es que, a la larga, el hambre pesaría más que la humillación. Pero las mujeres terminan por hacer de la necesidad, virtud. Los antiguos principios, la moral, el pudor, todo lo han deshecho las bombas, unas situaciones extremas propiciadas por la muerte desquiciadora modifican y acuñan la nueva ética ocasional de las sobrevivientes.


Por lo demás, las mujeres sobreviven y olvidan; y, a su modo, algunas hasta se mofan y se aprovechan de los vencedores. La autora nos deja unas descripciones impagables de la necedad y la zafiedad de los rusos, simples bestias planas y aniñadas. De "hombría" carecen totalmente. Más bien parecen torpes chiquillos sueltos en una tienda de juguetes. Berlín entero es una cueva de Alí Babá que esconde tesoros sin cuento: mujeres, ropa, relojes... Estos últimos los lucen a pares o a docenas mientras se pavonean enseñándolos a todo el mundo e incluso se los roban entre sí.

Poco a poco, después de que los oficiales o los soldados de mayor rango hayan dejado muy claros cuáles son sus respectivos "cotos de cama" —otra acertada expresión de la autora—, la protagonista comienza una vida algo más segura. Los días pasan y sus oficiales la mantienen, asegurando también la supervivencia de sus vecinos. Finalmente, después de casi un mes de incertidumbres y penalidades, la situación en el Berlín conquistado se hace menos peligrosa. Un atisbo de normalidad asoma entre las ruinas. Se llama a los cavernícolas a la limpieza de escombros, y las mujeres y chicas jóvenes pueden volver a salir a las calles con relativa seguridad. Hasta se establecen controles sanitarios para revisar y asesorar a las violadas. Y muchas de ellas hacen chistes respecto de las situaciones más traumáticas. Un acre humor negro alivia las consecuencias de la desgracia y da paso, en definitiva, a la excitación de los sobrevivientes, fruto de la vida que continúa y que, de manera consciente o inconsciente, pugnará por sepultar en lo más hondo de la memoria las negras nubes del pasado.

Precisamente este tipo de humor e ironía consiguen que unos hechos tan incómodos, una historia desagradable y tan triste como ésta atrape al lector y termine seduciéndolo: como siempre, será la fortaleza humana la que venza a la necedad, la valentía del individuo aislado la que quede por encima del colectivismo abstruso.

Una mujer en Berlín no agradó en Alemania cuando se publicó por primera vez en 1957 (poco antes, en 1954, había aparecido en versión inglesa, y, enseguida, el libro fue traducido a varios idiomas más, entre ellos el español). Los hombres alemanes se sintieron incómodos, y también muchas mujeres. El relato aireaba aquello que era mejor mantener oculto, por pudor y vergüenza. Los varones habían hecho la guerra —su guerra— y todo el mundo había salido perdiendo, las mujeres de aquella manera. La credibilidad y el culto a la jactanciosa "virilidad" de los machos alemanes quedaban seriamente dañadas. Pero no sólo eso, al entender de muchos lectores, es la "virilidad" de todos los varones en general la que después del relato no levanta cabeza. Frente a los hombres, inconscientes y guerreros, se alza más poderoso el pragmatismo y hasta el sentido común de las mujeres: éstas demostraron poseer más capacidad de resistencia, ser quizás más "aptas para la vida" en circunstancias no convencionales. "Anónima" afirma en determinado momento: "Tengo la sensación de que estoy bien pertrechada para la vida". Esa sensación podían tenerla también la mayoría de las mujeres que supieron sobrevivir a aquella tragedia. Pero la opinión pública, hipócrita casi siempre, no se lo perdonaba a la autora, e incluso se le reprochó su "desvergüenza" y frivolidad al tratar del tema tabú. Lo mismo hicieron muchos hombres al regresar de la guerra y enfrentarse con sus hembras violadas: prefirieron ignorar los hechos y el sufrimiento de sus mujeres, no saber, no sentir, no pensar. Era mejor olvidar por el bien de todos, 
y de repente aquel libro se empeñaba en recordar.

Hay que elogiar la estupenda traducción, que capta tan notablemente la cantidad de matices de un relato escueto e irónico, tan sencillo y natural como el abierto y sereno carácter de la valiente autora.